Ramón Ortega | Profesor del Centro Universitario San Rafael-Nebrija
Hay tres momentos en la vida de las personas en que uno cobra conciencia de su vulnerabilidad: en la niñez, en la vejez y en la enfermedad. Cuando somos niños, huimos cuando algo nos asusta y nos escondemos. En la vejez, cruzar el semáforo que está en rojo para los coches parece insuficiente para cruzar la calle a tiempo y, a veces, el dolor de huesos convierte el acto de levantarse de la cama en un enorme desafío. Cuando sobreviene la enfermedad, nos damos cuenta de que la salud perdida era la mayor dicha de la que puede disfrutar el hombre.
Hablamos de ser conscientes porque siempre ha asumido su vulnerabilidad y su exposición a cuestiones de azar como las inclemencias del clima, accidentes o desastres naturales. Pero, sin saberlo, siempre acechan factores como pueden ser algunas enfermedades que están ahí como a la espera de activarse o cuando somos presas de nuestros estados emocionales. Sin embargo, vivimos confiados de nuestra suerte mientras no se manifiesten.
Cuando llega la enfermedad, buscamos amparo en los profesionales de la salud con la esperanza de que nos devuelvan el bien perdido. La ética del cuidado cobra especial importancia cuando, en palabras de Emmanuel Levinas, se produce la llamada del otro. Cuando cualquier ser humano que sufre, que padece un mal y precisa ayuda nos llama, aunque no siempre de una forma explícita.
Cuando una persona ve a otra en un estado de vulnerabilidad y sabe que es capaz de ayudarle, esa llamada debe ser atendida por responsabilidad y ética. Si nuestro comportamiento es en verdad ético, no podemos ignorar esa llamada y deberíamos estar dispuestos a atenderla. Un profesional de la salud se ha formado para prevenir la enfermedad y para ayudar a las personas cuando ésta sobreviene, así que con frecuencia se encuentran frente a ese otro cuya salud fracturada le llama.
Esa ayuda se debe prestar atendiendo a diversas dimensiones que muchas veces los meros conocimientos técnicos no permiten abordar de manera adecuada. Además de fármacos, cuando una persona está en estado de vulnerabilidad necesita técnicas terapéuticas o pruebas diagnósticas, que le miren a los ojos, que le consuelen con cercanía y tacto, que se le trate como una persona y no como una patología o un número de habitación, que sea apreciado su rostro, que sea cuidado. Porque curar a veces es posible, pero la mayoría de las veces nuestra actual ciencia médica sólo puede paliar, controlar o mantener a raya la enfermedad, y es ahí cuando asoma que lo más importante del cuidado médico consista en cuidar.
Para Francesc Torralba, tiene efectos curativos cuidar, lo que requiere atender la llamada de ese otro vulnerable y descubrir su rostro. Como explica en su Ética del cuidar: "[...] la idea última que argumenta Emmanuel Levinas cuando alude al sentido y la significación del «rostro» es la de un compromiso ético anterior a toda etnia, cultura, identidad, ideología, etc.". Descubrir el rostro es comprender que cualquiera que sea ese otro, ese individuo que se tiene enfrente solicitando ayuda, merece ser tratado con humanidad y dignidad. Para ello es fundamental la empatía, porque no sólo se trata de curar, sino de cuidar.
Para tratar a esa persona con dignidad hay que saber que ese individuo tiene una dimensión subjetiva. Siente un dolor que uno no puede sentir, tiene unos pensamientos que no están en nuestra cabeza, puede sentir emociones, como el miedo, que nosotros no comprendemos, porque no estamos en su situación. También tiene una dimensión espiritual (creencias, valores, ideales, un sentido que le mueve a vivir...) y, por supuesto, tiene su corporalidad que es la que se ha desequilibrado. Ese paciente, por tanto, puede necesitar más unas palabras de consuelo que un medicamento en determinados momentos. Y no es que el segundo no sea fundamental, pero el profesional empático tiene que proveer también ese cuidado atendiendo a todas esas dimensiones mencionadas, lo que se conoce como forma holística.
La llamada del otro, el vulnerable, se intensifica cuando se trata de un paciente inmigrante. A esa persona se le suele unir el hecho de estar lejos de su hogar por la circunstancia que sea, quizá se encuentra solo, quizá su situación es precaria, quizá su pasado ha sido tormentoso (tal vez su presente lo es). Su llamada es más profunda y por responsabilidad no podemos soslayarla. A ello se le une que sus dimensiones son más complejas y su comprensión requiere de una apertura mental y una empatía cultural que nos haga ver que esa persona cuenta con valores, creencias y actitudes diferentes a las nuestras.
El acto del cuidar nada tiene de sencillo. Requiere una atención holística y un espíritu de hospitalidad que acoja al enfermo sin importar su procedencia. Ese valor de la hospitalidad, que a veces parece perdido en nuestras sociedades contemporáneas, va muy unido al mundo sanitario. No por otra cosa la palabra hospitaltiene la misma raíz. Cultivar la hospitalidad en las profesiones sanitarias mejorará el cuidado de aquellos que vienen enfermos, heridos y frágiles.