Ramón Ortega | Profesor Centro Universitario San Rafael-Nebrija
Hay gente que se pierde en la lejanía. Personas queridas que se esconden detrás de conceptos geográficos o temporales que antagonizan la intimidad, la amistad, la constancia. No los olvidamos, algo de ellos se nos queda guardado en el cuerpo; a veces nos hace cosquillas y otras nos hiere como si de un alfiler se tratara. Culpamos a la insistente cotidianidad que nos ata y envuelve; el perenne hábito que hace más larga cualquier extensión y que, a su vez, reduce toda medición de tiempo. Entonces, ese montoncito de recuerdos mengua y, de tanto no mencionarlo, puede llegar a desaparecer. Pero un día su ausencia hace mella en nuestro ánimo y sobreviene la nostalgia. Una llamada, un correo electrónico, un simplísimo gesto basta y se acaba de golpe con la crisis. Aunque no hay reencuentro capaz de eliminar la melancolía de forma definitiva, por lo menos se aligera esa carga de todas esas personas que llevamos a cuestas.
Pero otra gente se nos escapa para siempre. Se enamoran de la nada y no hay medio de comunicación que nos acerque a ellos. La inexorable noche que nos ha de cubrir a todos rompe incluso los lazos más sólidos. No hay gesto que pueda remediar este robo. La enigmática vida es así, surge con el sino del despojo.
También hay otros que estando presentes ya nos pesan como grandes ausentes. Enfermedades que se llevan el espíritu por senderos inexplicables, dejando un cuerpo con vida, pero sin el soplo que lo anima. Lo negamos e intentamos aferrarnos a ellos, les hablamos y los tratamos como antaño, pero su falta nos abate con todo ese silencio ensordecedor que nos devuelven. O con sonidos, palabras o vocablos que no cobran sentido. Su mutismo, sus ojos que ya no nos reconocen, su constante estar sin ser, se nos agolpa en la garganta con toda la inutilidad característica de nuestros esfuerzos. Y sobrevienen malos tiempos en los que se desearía terminar con todo, pero nos aferramos a la mentira, a esa esperanza de que en su interior siga existiendo un hálito de lo que fue.
Habrá que comprender que nunca nos desprendemos de lo querido. En esos rincones de nuestro cuerpo se protegen todas esas personas del olvido. Ellas, al igual que nosotros, somos un cúmulo de instantes; toda la fuerza de nuestra esencia estalla en puntos temporales. Puntos que por haber sido vividos son indestructibles. Por eso nunca hay que decir que los hemos perdido...